Un buen número de católicos y algunas personas de diferente formación y otros credos disfrutan la semana santa como un momento de reflexión y recogimiento.
Por otra parte, esta nueva condición de vida a la que estamos sometidos como en una distopía imaginada por George Orwell o Aldous Huxley, tiene a un sinnúmero de personas recapacitando acerca de mil asuntos; entre otros, nuestra relación con los demás animales y nuestro respeto hacia ellos.
Muchos de estos temas fueron visualizados con claridad por parte de científicos, economistas, mandatarios, filósofos, urbanistas, servidores públicos, activistas y demás mujeres y hombres inteligentes e intuitivos, incluidos tres Papas; pero los responsables de los modelos de desarrollo, como el colombiano, nunca escucharon suficientemente sus advertencias. Las consecuencias son evidentes.
La obra de autores como Konrad Lorenz, Ridley Scott, Yuval Noha Harari y el Papa Francisco, entre muchísimos otros, nos llevan a concluir con precisa claridad que, de no resguardar la capacidad de recuperación de la tierra, ésta resulta insuficiente para alimentarnos y que con el hacinamiento se está cimentando el terreno para que las infecciones prosperen.
Hoy debemos avivar los debates objetivos y respetuosos con el fin de llegar a conclusiones colectivas que nos permitan desarrollar conductas y normativas que impongan a cada pueblo, según su cultura y las leyes ecológicas de su región, unos hábitos de vida sostenibles. La naturaleza ya nos expresó con contundencia que solo se puede alcanzar un equilibrio vital en la medida en que nuestras costumbres no dobleguen nos derechos de los demás seres que también habitan un territorio al cual llegamos mucho después que la mayoría de ellos.
Al celebrar la cuaresma, que hace homenaje a los cuarenta días que pasó Jesús de Nazareth en el desierto preparándose, en ayuno, para su misión pública – y otras referencias bíblicas a ese número – podemos reflexionar acerca de la tradición de evitar algunos alimentos de origen animal y consumir otros en la forzosa quietud de esta cuarentena (otro número cuarenta que no deja de llamar la atención).
Los representantes de la iglesia que impartieron esos mandatos lo hicieron bajo la estructura de sociedades plenamente distintas a las que hoy tenemos conformadas. Una diferencia sustancial es que en esa época la carne de mamíferos de sangre caliente como vacas, corderos y cabras eran un lujo que se disfrutaba en festividades y otras ocasiones especiales. La vigilia pascual supone acompañar a Jesús en el sacrificio y carece de sentido, por lo tanto, comer alimentos suntuarios mientras se está en este ejercicio. Pero, hoy, la ingesta de ese tipo de animales está a la orden del día y adquirirlos no supone ningún esfuerzo económico mucho mayor que el de alimentarse con peces o reptiles.
Otra de las diversas explicaciones que aparecen del origen de la vigilia, durante esos días cuya duración ha variado a través de los años pero que hoy comienza el miércoles de ceniza y se extiende hasta el jueves santo, es que se pretendía evitar el consumo de mamíferos sacrificados a las deidades paganas. Desde luego, queda claro que esos eventos ya están totalmente fuera de nuestras costumbres y por lo tanto el sacrificio del ayuno, a estas alturas, debe cambiar de acuerdo con la época que vivimos.
Satisfacer la demanda de los fieles que guardan la vigilia y comen pescado en esos días aumenta significativamente la presión sobre especies que normalmente no se recolectan en esas proporciones. La cosa se agrava cuando aparece la oferta de otros animales como tortugas, iguanas, babillas y demás especies silvestres cuya captura, legal o furtiva agrava el panorama de impacto a los ecosistemas. Al compás del debate sobre la transición a una alimentación basada en mayor proporción o totalmente en productos de origen vegetal, debemos recapacitar sobre qué necesidad tiene el cristiano de hoy de respetar un requerimiento que termina en un daño ambiental considerable y no enriquece realmente su praxis de ayuno pascual ni fortalece su fe.
Sería de gran utilidad, en ese camino urgente y esencial hacia lo sostenible, que los representantes de la iglesia católica desincentivaran el consumo de carnes “blancas” para aminorar en alguna medida la sobre pesca y evitar la caza, tráfico clandestino y consumo de especies silvestres.
La Biblia de los católicos se escribió en un planeta y bajo una cultura ambiental bien diferente en cuanto a las necesidades de capturar animales silvestres como alimento y a la población mundial de los domésticos.
A lo mejor la multiplicación de los peces, si bien mitigó generosamente el hambre de los apóstoles y sus familias, bajo la óptica de un mundo con más de 7.700.000.000 habitantes, condenó a las aguas del mundo al abuso y la sobrepesca.
Artículo por Victor Mallarino para AnimaFauna